lunes, mayo 30

No volveré

Pedro tenía un ataque de pánico. Intentó respirar hondo para tranquilizarse. No lo agarrarían vivo. Estaba dispuesto a vender caro el pellejo.
Recordó la vida en la prisión, si es que se le puede llamar vida a estar enjaulado como animal de zoológico. No, peor: a los animales los alimentan bien y no los hacinan de esa manera.
Recordó a sus compañeros de celda. A todos ellos. Y los pleitos, las golpizas y todas las vejaciones que sufrió a pesar de haber estado ahí apenas unos días.
Sintió que el miedo volvía a reptar por su pecho. De ninguna manera iba a regresar. Primero muerto.
Pero, ¿y ella?
–Oye, Lupe –le dijo, aunque sabía que La Lupe tenía otro nombre–, tenemos que hablar.
–¿Qué pasa, mi Píter?
–Ya nos cargó la chingada. Esta bodega no tiene salida y la tira no tarda en entrar.
–Pero traes la pistola…
–Tarde o temprano van a entrar… ¡Pero a mí no me agarran con vida! ¡Yo no vuelvo allá!
–Yo no tengo el valor, Pedro–La Lupe se le abrazó temblando.
Sentirla así, asistada, desvalida, perdida le dio tanta rabia… ¡y lo que le harían antes siquiera de llegar al MP!
–Te quiero, Lupe.
Ella sonrió aliviada.
Pedro le disparó. Rezó brevemente por el descanso eterno de esa alma querida, imploró perdón a Dios y, con el nombre de la Virgen en los labios, se suicidó.

sábado, mayo 28

Primera encuesta: resultados

La primera encuesta está cerrada. Y los resultados son contundentes: el nombre de este blog permanecerá inalterado como “Ficción Escarlata”, y asociado a la lista #FicciónEscarlata en Twitter.
Honor a quien honor merece: fue una excelente recomendación de Tania Valladares, y la votación lo muestra sin lugar a dudas. ¡12 veces más votos que el segundo lugar!

Los resultados:
Ficción escarlata: 85%
Ficción en escarlata: 7%
Ficciones escarlata: 3%
Ficciones en escarlata: 3%

Gracias a los que votaron, y va la siguiente encuesta, que será sobre el diseño del blog.

viernes, mayo 27

Pánico


–Pinche negro, ven acá.
–¿Qué estás haciendo aquí a estas horas?
–Vine a visitar a mi mujer por el día de las madres.
–¡No te creo ni madres!
–Pero es cierto. Voy saliendo de ver a mi esposa y mi niña, aquí en…
–¡Cállate, negro ratero!
–Estabas aquí asaltando. Y nos vas a dar el 50%.
–Pero, oficial, le juro que yo…
No pudo acabar la frase: un golpe le cerró la boca. Los vecinos miraban horrorizados desde la ventana, pero nadie se atrevió a hacer nada. Sólo uno corrió a avisarle a Luvina que estaban golpeando a su marido.
Isaac quedó tendido en el suelo tras la paliza que le habían dado entre varios policías, antes de robarle las escasas pertenencias que traía encima. Su esposa corrió a su lado, temiendo lo peor, pero estaba vivo.
Alguien llamó a la ambulancia. Isaac reaccionó con el sonido de la sirena. Temblaba. Los paramédicos se acercaron para atenderlo. Abrió un ojo desorientado. Abrió el otro, asustado. Con un grito de pánico se puso en pie y corrió. En Tlalpan lo atropellaron.
Esta vez, cuando el paramédico, cauteloso, se acercó, Isaac no temblaba.
Días después, los forenses habrán descartado que Isaac hubiera consumido drogas esa noche. Pero declararán que Isaac murió por un traumatismo en la cabeza y no podrán determinar si en verdad fue golpeado antes de ser arrollado.
La Procuraduría exculpará a los policías por la muerte de Isaac aunque “estudiará” consignar a algunos de ellos por lesiones y abuso de autoridad. Ellos se defenderán diciendo que no lo atacaron, sino que lo intentaron ayudar y se lastimó el mismo.
Pero hoy apenas se están llevando el cadáver al Semefo.
–Alcancé a ver la patrulla 73003 y a cuatro policías golpeando brutalmente a mi marido. Huyeron cuando bajamos–dijo, furiosa y dolida, Ludivina mientras recordaba lo sucedido, y la celebración del día de las madres: los tres abrazados, la niña sentada en las piernas de Isaac, la pizza y las sonrisas. Y que ya no lo volverían a ver.

miércoles, mayo 25

Blindado


La camioneta de Antonio estaba blindada porque su dueño era medio paranoico. Todo el tiempo sentía que lo iban a asaltar.
La verdad es que ya lo habían asaltado varias veces. “Gajes del oficio”, decía levantando los hombros como si nada. Su rostro parecía un lago sin viento ni una onda en la superficie.
En realidad no estaba tan tranquilo como mostraba su exterior. Al manejar evitaba las calles pequeñas y los semáforos. Si podía, se pasaba los altos para que no lo fueran a asaltar al pararse. Todos los días modificaba su ruta, por si los secuestradores lo estaban esperando.
El lunes pasado tomó Río de la Piedad. Adelante de él, un tráiler hacía maniobras sospechosas. “me quiere detener”, pensó Antonio con el presentimiento de un asalto. “No va a poder”. Aceleró.
El conductor (41 años, barrigón y somnoliento a esas horas) no le prestaba la más mínima atención: estaba concentrado en evitar atascarse con un puente demasiado bajo. Metió reversa.
Enrique no vio la Grand Cherokee blindada que se precipitaba enloquecida contra su remolque. Tampoco escuchó el ruido de vidrios rotos y metal torcido. Sólo el altavoz de una patrulla que le avisó demasiado tarde.

lunes, mayo 23

La culpa


Pancho no podía salir de la camioneta. Tampoco recordaba demasiado bien qué había ocurrido: los últimos minutos eran sólo un borrón de velocidad, adrenalina y alcohol.
Como suele suceder en una tarde desocupada, surgieron las chelas. No importó que estuvieran en la chamba; total, era una bodega que casi nadie visitaba, y menos en sábado por la noche.
Les amaneció en el agua. “Vámonos a casa, primo”, dijo Chava.
Pancho se sentó al volante y Salvador a su lado.
“¿Dónde está Chava?”, quiso preguntar Francisco, pero no pudo articular palabra. Volteó torpemente a todos lados, hasta que lo vio, echado sobre una camilla quejándose y sangrando.
“¡Su jefa me va a matar!” La tía era de armas tomar, y desde que iba al templo estaba en contra del licor. “Es cosa del diablo”, les decía siempre. Y ahora su hijo iba en la ambulancia por culpa del alcohol…
“No. Por mi pinche culpa. El que chocó contra el árbol fui yo. ¡Qué pendejo soy!”
Después del choque la camioneta empezó a girar. Salvador ya había dejado de reír. Se venían burlando de Omarcito, que aprovechó el espacioso asiento trasero de la Sienna para recostarse pues se sentía mareado. “¡Ni aguantas nada!”, dijo Pancho. “Estás chavo”, remató su primo. Y Omar sólo les hizo una seña con la mano derecha desvaída.
“¿Dónde está el morrito?” Otra vez no logró articular nada. Miró hacia el traqueteado vehículo. Omar seguía echado en el asiento de atrás. Pero algo andaba mal: estaba todo retorcido, enredado como un caracol de playera roja. “Está muerto”, le informaron.
“¡Lo maté! Puta madre. Yo lo maté…”

sábado, mayo 21

Pan para el desayuno


A Yuvia: una primicia en su cumpleaños.

Aunque la calle era de un solo sentido, Flor miró a ambos lados antes de cruzar y esperó a que pasara el único coche que circulaba por ahí a esas horas de la mañana.  Venía de comprar pan para el desayuno.
Ella y Efinio llevaban meses con problemas, pero los últimos días habían sido un infierno. Y anoche todo explotó: alcoholizado le levantó la mano y ella gritó furiosa. Le dijo cosas horribles. Él se volteó y rompió una muñequita de cerámica barata, recuerdo de una primera comunión. En realidad no quería que su mujer, un miembro del sexo débil, lo viera luchar para contener el llanto: la referencia a la muerte prematura de su hermana había sido una puñalada hartera.
El Tsuru blanco terminó de pasar; a lo lejos venía un taxi, pero el tiempo alcanzaba para cruzar sin prisas, así que Flor comenzó a andar. En la bolsa de papel traía, además de las consabidas teleras, una concha de chocolate para Efinio, como muestra de buena voluntad, para tratar de arreglarse una vez más. El café ya debía estar listo: había puesto la cafetera antes de salir por el pan.
En la acera estaba sentado un hombre de gorra y chamarra gris. No se veían sus ojos, pero Flor supo que la estaba mirando. El desconocido le sonrió amablemente y ella devolvió la sonrisa. Con la mano izquierda, tomó el cigarrillo que estaba fumando y se puso de pie caballerosamente, con calma.
Flor lo vio sacar la mano derecha del bolsillo y no supo más. Cayó a tres pasos de la acera, frente a la vecindad, con la cara y el cerebro barrenados por una bala.
El hombre apagó el cigarrillo en la suela de su zapato y lo guardó en el bolsillo. Llegó a la calle Oriente 100 donde se perdió entre la gente mientras los vecinos salían alertados por el disparo. Salieron todos los que estaban en las casas y los negocios.
Todos menos Efinio quien no oyó el disparo, según diría más tarde a los policías ministeriales que no creyeron ni una palabra y lo detuvieron.